Para
que no se me molesten en demasía, llamaremos a la empresa con un nombre
falso, por ejemplo, Piticlín, empresa por cierto que pertenecía al
grupo de una multinacional de las telecomunicaciones a la que llamaremos
Telemegacorporación, para cuyo servicio técnico de ADSL trabajé durante
todo este tiempo. Relación esta, por cierto, extraña y retorcida, pues
uno llegaba a pensar -iluso e inocente- que estaba para ayudar al que
llamaba al servicio técnico, pero no era eso lo importante, sino que la
señora Telemegacorporación mantuviera sus números -de nuevo- bien
recogiditos y no se le desbocara el debe con el haber, y para
conseguirlo lo más importante era que el buen hombre, al que llamaremos
Mariano, que se había levantado esa mañana con el router que
Telemegacorporación le vendió a muy alto precio seis meses antes
convertido en un amasijo de plástico, metal y humo gracias a un rayo
desafortunado, y que nos llama tímido y a la vez confiado, una vez haya
explicado, detallado y suplicado por una solución a su problema, vote
favorablemente tu atención, para lo que debes recordarle cien mil
cuatrocientas veintiocho veces al señor Mariano que recuerde que está
votando la atención del teleoperador y nunca jamás de los jamases la
atención recibida por parte de la susodicha Telemegacorporación, vaya a
ser que te ponga el uno donde tenía que ponerte el dos y mande al carajo
tu productividad mensual y a los encargados de manejar cifras y números
de calidad comiencen a hinchárseles las venas de la sien.
Como
ven de nuevo mandan los números, aunque los únicos que le importan a
Mariano son los que aparecen en su abultada factura mensual. Pero claro,
que sabrá ese señor de la atención técnica, de la informática, del
mundo de las telecomunicaciones y de los negocios de gran nivel maribel,
si es oficinista, albañil o parado y además no está conectado a
internet porque se le ha quemado el router, al muy gañán.
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El mayor compromiso de la empresa con la salud laboral: Margarita (así la llamaba yo) te enseña a sentarte bien. |
Así
que una vez tienes claras las prioridades que priman en casa de
Piticlín y de su mamá, Telemegacorporación, empiezas a entender muchas
cosas, y la principal de ellas es, de nuevo, la importancia que se le
dan a los números, que deben estar siempre enjaulados en los porcentajes
establecidos previamente por las mentes pensantes de ambas empresas,
que acostumbran a ser jóvenes maestros del telemarketing con varios
masters por diversas universidades importantes (Harvard, Oxford y San
Sandurni de Noia), que pierden el culo por ofrecerle a inversores
anónimos las mejores cifras posibles, aunque en su vida hayan cogido un
teléfono ni para pedir una pizza (hasta el de la oficina se lo pasa la
secretaría por videoconferencia, que es más cool y más chachi). Y claro,
un buen día, llega a la oficina o va mirando el paisaje desde la
lanzadera del AVE con su iphone o su 3G encendido, y se le ilumina la
mirada al darse cuenta que si se consigue aumentar el nivel de
satisfacción media de los usuarios de la zona metropolitana de
Almendralejo en un 0,02%, Piticlín y su mamá podrán presentar ese mes
unas cifras de beneficios un 0,00001% superiores al del resto de la
competencia. Dicho y hecho: manda un email supermegaurgente al resto de
plataformas del mundo mundial advirtiendo que el aumento de dicho 0,02%
se convierte en la prioridad number one de la empresa, convirtiendo los
despachos de todas esas plataformas en submarinos en pie de guerra -achtung, achtung, inmersión, inmersión-, ordenando de inmediato reuniones
de gran estrategia empresarial de un tiempo máximo de 20 minutos con
todos los remeros de la galera presentes -o sea, los teleoperadores-, para informarles de la
importancia de la subida de la satisfacción.
Pero claro
los remeros, que se conocen el percal, pues llevan años luchando por
conseguir la última parida del maestro del telemarketing de turno, del
último apretar de tuerca que se le ocurre al joven universitario, que
han sufrido los cambios y giros de política empresarial que lleva a cabo
Piticlín cada poco tiempo -en ocasiones, vaivenes que duran poco menos
que una semana-, dicen que si con la cabeza, arañando esos 20 minutos de
reunión que les supone todo un descanso, y luego pasan un kilo de
aumentar el 0,02%, pues en todos estos años de desvelos y esfuerzos
nadie les ha venido y les ha dicho nunca eso de "olé vuestros cojones
salerosos" o aquello de "ojos bonitos tienes".
Y claro,
luego viene el lloro y el crujir de dientes, cuando Piticlín comienza a
hacer cuentas y no le sale la subida de satisfacción ni por el forro y
da orden a todos sus cortijos para que comiencen a impartir orden,
disciplina y partes de instrucciones a diestro y siniestro, como si
fueran ninjas lanzando shuriken, amenazando a propios y extraños con
utilizar su arma ultrasecreta y definitiva, la deslocalización. Que
dicho así hasta parece de verdad la obra de un científico loco -"Igor,
encienda la deslocalización"- o de un supervillano de cómic -"con la
deslocalización dominaré el mundo"-, pero que es todavía más malévola
aún si cabe. Intentaré explicarlo para que se me entienda, aunque no es
difícil: resulta que así, a grosso modo, un teleoperador sale al mes por
unos 700 euros, chispa más o menos (cantidad miserable; acogida a
convenio, sí, pero miserable se mire por donde se mire), pero como ahora
resulta que la maravilla de la tecnología permite lanzar llamadas al
otro lado del Atlántico -entiéndase Perú, Colombia o Chile, por poner
tres ejemplos- con un coste igual o inferior al de una llamada local en
la Península, cogemos el chiringuito y lo plantamos allí donde crece la
palma, cuyos teleoperadores nos salen por 200 euros al mes; que luego
resulta que ni les entendemos ni nos entienden, pero haciendo cuentas
nos sale lo comido por lo servido. Eso es la deslocalización, lo que le
permite que Piticlín (y el resto de empresas del sector) tenga a los
trabajadores y a los sindicatos bien cogidos por sus partes y digan "si,
bwana" cada vez que levantan un poco la voz.
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La piedra de Rosetta al lado de esto es pan comido, oiga... |
En resumen, que tras impartir disciplina
inglesa con la deslocalización a modo de flagelo, Piticlín mete en
vereda a los teleoperadores, que hacen ya lo imposible por alcanzar el
nivel deseado de satisfacción con la esperanza de que algún día vuelva a
virar la política empresarial y les de por otra melodía distinta y
posiblemente peor. Y si en el camino, Piticlín marca el historial
laboral de algunos de sus teleoperadores con hermosos partes de
instrucciones, con días sin empleo y sueldo o algunos capataces de
cortijo aprovechen la coyuntura para quitarse de en medio a los que
consideran indeseables mediante despidos más o menos improcedentes, pues
no pasa nada: cosas de la vida y de la sacrosanta empresa. Hoy por ti y
mañana también.
Por suerte, gracias a los miserables
600 y pico de euros que gané mensualmente en Piticlín -no cobré ni una
puñetera vez el plus de productividad, lo que, por cierto, me llena de
orgullo y satisfacción, que diría el Borbón- y al esfuerzo al que me
condujo más la frustración y la rabia de trabajar donde lo hacía que la
disciplina y el estudio de años de universidad, ahora veo los toros
desde la barrera, alejado por fin de aquellas largas horas de
teleoperación que se hacían eternas, de descansos milimetrados al
segundo -una vez me lleve una bronca por seis segundos de más en una
gráfica-, de que sólo se acordaran de ti dos días antes de tener que
hacer las encuestas para conseguir el
Great Place to Work
de los cojones, de una ansiedad generalizada producto de la certeza de
saber que, más tarde o más temprano, todos aquellos con la capacidad
técnica y la cobertura legal necesaria como para hacerte una escucha -el
coordinador, el supervisor, el formador, el agente de calidad, el
responsable de servicio, el jefe de departamento o el hijo del vecino
del cuñado del chichi de la bernarda- decidieran pulsar tu tecla en su
ordenador y se pongan a oír como le abres un parte de avería a un
cliente que te pide por su santa madre y por los siete hijos que aún no
ha tenido que le mandes a un técnico a cobro revertido, que pagará
encantado la minuta si le solucionan el problema que lleva arrastrando
desde el año de las olimpiadas de Barcelona, y tú coges y lo haces sin
preguntarle siete veces los cuarenta nombres secretos de Yahvé -que
seguro que a estas alturas, el pobre hombre, que igual hasta se llama
Mariano, se ha aprendido de memoria si con eso consigue solucionar la
papeleta-, lo que te supone, ipso facto, ser amonestado verbalmente,
recibir un hermoso parte de instrucciones (con su correspondiente
artículo tal y artículo cual que has quebrantado a cosa hecha, porque
eres así de chulo, prenda), irte unos días a casita sin costes pagados o
puede incluso que a la cola del INEM si resulta que el que te está
escuchando quiere dar ejemplo moralizante ante el resto de sus
compañeros y al tiempo que le da un codazo al del lado dice aquello de
que eres la gota que colma el vaso de su santa paciencia.
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Con una hoja de pausas como la que tienes aquí, Kafka habría tenido para seis o siete orgasmos seguidos. |
La única espinita que me ha quedado dentro
-hoy acabo de quitarme un par de ellas con este artículo- es saber que
compañeros trabajadores, honrados y decentes, que no se han merecido
nunca ser blanco de sospechas, de acosos, de vigilancias infundadas
-muchas veces realizadas por otros compañeros iguales de válidos que
ellos, pero que se ven forzados a hacerlo por órdenes de capataces y
encargados asustados de perder sus prebendas-, que esos compañeros,
decía, no hayan escapado del túnel de miseria que se esconde detrás de
las centralitas de atención al cliente. Pero no desespero, pues estoy
seguro que cuando la tormenta escampe, muchos de ellos (aunque espero
que sean todos) lo terminarán consiguiendo. Y ese día, Piticlín podrá
coger todas esas palabras que ha convertido en una jerigonza
indescifrable (top, cat, intracat, hera, srv, sirio, hdcat, tids, sva,
optenet...) y metérselas una a una por allí donde nunca llega el sol. O
sea, en el fondo de su negro corazón.