Lo que viene a continuación no es una entrada habitual de este blog, pues no habla de rol, sino de las entrañas de una multinacional (en este caso, de una de atención telefónica, pero estoy seguro que puede aplicarse a casi todas las multinacionales). La escribí para otro blog que ando pensando en cerrar (ya no escribo casi nada allí), pero me gustó tanto como quedó este artículo que he decidido recuperarlo aquí. Espero que no os importe...
"Un paraíso económico que se basa en la explotación miserable de los jóvenes, en la ley del cacique más analfabeto y truhán, en los resultados de cincuenta empresas y doscientos bancos mientras la sordidez se esconde para que no se vea, no es un Estado de bienestar por mucho que lo pintemos de bonito y reluzca de lejos y le pongamos mucho diseño, mucho mire usted y mucha corbata."
Ya dije en el post anterior que le tenía que dedicar unos párrafos a las empresas de atención telefónica, y bueno, como decía mi abuelo, para que pasar hambre si es de noche y hay higueras. Así que vamos a ello, que ya tenía yo ganas de meterle fuerte y flojo al callmaster y a la madre que lo parió.
Durante 6 años y 27 días le dediqué 33 horas de cada
una de mis semanas a trabajar en una empresa de atención telefónica,
donde atendía diariamente entre 40 y 60 llamadas con un tiempo medio de
operación de unos 300-400 segundos (aunque la cosa podía alargarse hasta
los 600, 900 o 1.800 segundos), permitiéndome un descanso de 20 minutos
y unas 7 pausas de 5 como descanso visual durante mi jornada diaria de
entre 6,5 y 8 horas, lo que supone, así a ojo de buen cubero, que he
atendido a casi 65.000 personas en todo este tiempo. Como puedes
comprobar, en esa empresa todo se medía con números y más números, pues
era lo único que parecía importarles. Incluso teníamos todos nuestro
propio código de identificación: el mío era AE45893, que ahora, bien
mirado, parece el nombre de un robot invasor del espacio (¿quién sabe?
Igual escribo algún día alguna aventura de rol donde aparezca).
"Un paraíso económico que se basa en la explotación miserable de los jóvenes, en la ley del cacique más analfabeto y truhán, en los resultados de cincuenta empresas y doscientos bancos mientras la sordidez se esconde para que no se vea, no es un Estado de bienestar por mucho que lo pintemos de bonito y reluzca de lejos y le pongamos mucho diseño, mucho mire usted y mucha corbata."
Arturo Pérez-Reverte: El Grito de Lucía
Ya dije en el post anterior que le tenía que dedicar unos párrafos a las empresas de atención telefónica, y bueno, como decía mi abuelo, para que pasar hambre si es de noche y hay higueras. Así que vamos a ello, que ya tenía yo ganas de meterle fuerte y flojo al callmaster y a la madre que lo parió.
Mis herramientas de trabajo, con pinganillo y almohadilla regalo de la empresa (generosa a más no poder). |
Para
que no se me molesten en demasía, llamaremos a la empresa con un nombre
falso, por ejemplo, Piticlín, empresa por cierto que pertenecía al
grupo de una multinacional de las telecomunicaciones a la que llamaremos
Telemegacorporación, para cuyo servicio técnico de ADSL trabajé durante
todo este tiempo. Relación esta, por cierto, extraña y retorcida, pues
uno llegaba a pensar -iluso e inocente- que estaba para ayudar al que
llamaba al servicio técnico, pero no era eso lo importante, sino que la
señora Telemegacorporación mantuviera sus números -de nuevo- bien
recogiditos y no se le desbocara el debe con el haber, y para
conseguirlo lo más importante era que el buen hombre, al que llamaremos
Mariano, que se había levantado esa mañana con el router que
Telemegacorporación le vendió a muy alto precio seis meses antes
convertido en un amasijo de plástico, metal y humo gracias a un rayo
desafortunado, y que nos llama tímido y a la vez confiado, una vez haya
explicado, detallado y suplicado por una solución a su problema, vote
favorablemente tu atención, para lo que debes recordarle cien mil
cuatrocientas veintiocho veces al señor Mariano que recuerde que está
votando la atención del teleoperador y nunca jamás de los jamases la
atención recibida por parte de la susodicha Telemegacorporación, vaya a
ser que te ponga el uno donde tenía que ponerte el dos y mande al carajo
tu productividad mensual y a los encargados de manejar cifras y números
de calidad comiencen a hinchárseles las venas de la sien.
Como ven de nuevo mandan los números, aunque los únicos que le importan a Mariano son los que aparecen en su abultada factura mensual. Pero claro, que sabrá ese señor de la atención técnica, de la informática, del mundo de las telecomunicaciones y de los negocios de gran nivel maribel, si es oficinista, albañil o parado y además no está conectado a internet porque se le ha quemado el router, al muy gañán.
Así
que una vez tienes claras las prioridades que priman en casa de
Piticlín y de su mamá, Telemegacorporación, empiezas a entender muchas
cosas, y la principal de ellas es, de nuevo, la importancia que se le
dan a los números, que deben estar siempre enjaulados en los porcentajes
establecidos previamente por las mentes pensantes de ambas empresas,
que acostumbran a ser jóvenes maestros del telemarketing con varios
masters por diversas universidades importantes (Harvard, Oxford y San
Sandurni de Noia), que pierden el culo por ofrecerle a inversores
anónimos las mejores cifras posibles, aunque en su vida hayan cogido un
teléfono ni para pedir una pizza (hasta el de la oficina se lo pasa la
secretaría por videoconferencia, que es más cool y más chachi). Y claro,
un buen día, llega a la oficina o va mirando el paisaje desde la
lanzadera del AVE con su iphone o su 3G encendido, y se le ilumina la
mirada al darse cuenta que si se consigue aumentar el nivel de
satisfacción media de los usuarios de la zona metropolitana de
Almendralejo en un 0,02%, Piticlín y su mamá podrán presentar ese mes
unas cifras de beneficios un 0,00001% superiores al del resto de la
competencia. Dicho y hecho: manda un email supermegaurgente al resto de
plataformas del mundo mundial advirtiendo que el aumento de dicho 0,02%
se convierte en la prioridad number one de la empresa, convirtiendo los
despachos de todas esas plataformas en submarinos en pie de guerra -achtung, achtung, inmersión, inmersión-, ordenando de inmediato reuniones
de gran estrategia empresarial de un tiempo máximo de 20 minutos con
todos los remeros de la galera presentes -o sea, los teleoperadores-, para informarles de la
importancia de la subida de la satisfacción.
Pero claro los remeros, que se conocen el percal, pues llevan años luchando por conseguir la última parida del maestro del telemarketing de turno, del último apretar de tuerca que se le ocurre al joven universitario, que han sufrido los cambios y giros de política empresarial que lleva a cabo Piticlín cada poco tiempo -en ocasiones, vaivenes que duran poco menos que una semana-, dicen que si con la cabeza, arañando esos 20 minutos de reunión que les supone todo un descanso, y luego pasan un kilo de aumentar el 0,02%, pues en todos estos años de desvelos y esfuerzos nadie les ha venido y les ha dicho nunca eso de "olé vuestros cojones salerosos" o aquello de "ojos bonitos tienes".
Y claro, luego viene el lloro y el crujir de dientes, cuando Piticlín comienza a hacer cuentas y no le sale la subida de satisfacción ni por el forro y da orden a todos sus cortijos para que comiencen a impartir orden, disciplina y partes de instrucciones a diestro y siniestro, como si fueran ninjas lanzando shuriken, amenazando a propios y extraños con utilizar su arma ultrasecreta y definitiva, la deslocalización. Que dicho así hasta parece de verdad la obra de un científico loco -"Igor, encienda la deslocalización"- o de un supervillano de cómic -"con la deslocalización dominaré el mundo"-, pero que es todavía más malévola aún si cabe. Intentaré explicarlo para que se me entienda, aunque no es difícil: resulta que así, a grosso modo, un teleoperador sale al mes por unos 700 euros, chispa más o menos (cantidad miserable; acogida a convenio, sí, pero miserable se mire por donde se mire), pero como ahora resulta que la maravilla de la tecnología permite lanzar llamadas al otro lado del Atlántico -entiéndase Perú, Colombia o Chile, por poner tres ejemplos- con un coste igual o inferior al de una llamada local en la Península, cogemos el chiringuito y lo plantamos allí donde crece la palma, cuyos teleoperadores nos salen por 200 euros al mes; que luego resulta que ni les entendemos ni nos entienden, pero haciendo cuentas nos sale lo comido por lo servido. Eso es la deslocalización, lo que le permite que Piticlín (y el resto de empresas del sector) tenga a los trabajadores y a los sindicatos bien cogidos por sus partes y digan "si, bwana" cada vez que levantan un poco la voz.
En resumen, que tras impartir disciplina
inglesa con la deslocalización a modo de flagelo, Piticlín mete en
vereda a los teleoperadores, que hacen ya lo imposible por alcanzar el
nivel deseado de satisfacción con la esperanza de que algún día vuelva a
virar la política empresarial y les de por otra melodía distinta y
posiblemente peor. Y si en el camino, Piticlín marca el historial
laboral de algunos de sus teleoperadores con hermosos partes de
instrucciones, con días sin empleo y sueldo o algunos capataces de
cortijo aprovechen la coyuntura para quitarse de en medio a los que
consideran indeseables mediante despidos más o menos improcedentes, pues
no pasa nada: cosas de la vida y de la sacrosanta empresa. Hoy por ti y
mañana también.
Por suerte, gracias a los miserables 600 y pico de euros que gané mensualmente en Piticlín -no cobré ni una puñetera vez el plus de productividad, lo que, por cierto, me llena de orgullo y satisfacción, que diría el Borbón- y al esfuerzo al que me condujo más la frustración y la rabia de trabajar donde lo hacía que la disciplina y el estudio de años de universidad, ahora veo los toros desde la barrera, alejado por fin de aquellas largas horas de teleoperación que se hacían eternas, de descansos milimetrados al segundo -una vez me lleve una bronca por seis segundos de más en una gráfica-, de que sólo se acordaran de ti dos días antes de tener que hacer las encuestas para conseguir el Great Place to Work de los cojones, de una ansiedad generalizada producto de la certeza de saber que, más tarde o más temprano, todos aquellos con la capacidad técnica y la cobertura legal necesaria como para hacerte una escucha -el coordinador, el supervisor, el formador, el agente de calidad, el responsable de servicio, el jefe de departamento o el hijo del vecino del cuñado del chichi de la bernarda- decidieran pulsar tu tecla en su ordenador y se pongan a oír como le abres un parte de avería a un cliente que te pide por su santa madre y por los siete hijos que aún no ha tenido que le mandes a un técnico a cobro revertido, que pagará encantado la minuta si le solucionan el problema que lleva arrastrando desde el año de las olimpiadas de Barcelona, y tú coges y lo haces sin preguntarle siete veces los cuarenta nombres secretos de Yahvé -que seguro que a estas alturas, el pobre hombre, que igual hasta se llama Mariano, se ha aprendido de memoria si con eso consigue solucionar la papeleta-, lo que te supone, ipso facto, ser amonestado verbalmente, recibir un hermoso parte de instrucciones (con su correspondiente artículo tal y artículo cual que has quebrantado a cosa hecha, porque eres así de chulo, prenda), irte unos días a casita sin costes pagados o puede incluso que a la cola del INEM si resulta que el que te está escuchando quiere dar ejemplo moralizante ante el resto de sus compañeros y al tiempo que le da un codazo al del lado dice aquello de que eres la gota que colma el vaso de su santa paciencia.
La única espinita que me ha quedado dentro
-hoy acabo de quitarme un par de ellas con este artículo- es saber que
compañeros trabajadores, honrados y decentes, que no se han merecido
nunca ser blanco de sospechas, de acosos, de vigilancias infundadas
-muchas veces realizadas por otros compañeros iguales de válidos que
ellos, pero que se ven forzados a hacerlo por órdenes de capataces y
encargados asustados de perder sus prebendas-, que esos compañeros,
decía, no hayan escapado del túnel de miseria que se esconde detrás de
las centralitas de atención al cliente. Pero no desespero, pues estoy
seguro que cuando la tormenta escampe, muchos de ellos (aunque espero
que sean todos) lo terminarán consiguiendo. Y ese día, Piticlín podrá
coger todas esas palabras que ha convertido en una jerigonza
indescifrable (top, cat, intracat, hera, srv, sirio, hdcat, tids, sva,
optenet...) y metérselas una a una por allí donde nunca llega el sol. O
sea, en el fondo de su negro corazón.
Como ven de nuevo mandan los números, aunque los únicos que le importan a Mariano son los que aparecen en su abultada factura mensual. Pero claro, que sabrá ese señor de la atención técnica, de la informática, del mundo de las telecomunicaciones y de los negocios de gran nivel maribel, si es oficinista, albañil o parado y además no está conectado a internet porque se le ha quemado el router, al muy gañán.
El mayor compromiso de la empresa con la salud laboral: Margarita (así la llamaba yo) te enseña a sentarte bien. |
Pero claro los remeros, que se conocen el percal, pues llevan años luchando por conseguir la última parida del maestro del telemarketing de turno, del último apretar de tuerca que se le ocurre al joven universitario, que han sufrido los cambios y giros de política empresarial que lleva a cabo Piticlín cada poco tiempo -en ocasiones, vaivenes que duran poco menos que una semana-, dicen que si con la cabeza, arañando esos 20 minutos de reunión que les supone todo un descanso, y luego pasan un kilo de aumentar el 0,02%, pues en todos estos años de desvelos y esfuerzos nadie les ha venido y les ha dicho nunca eso de "olé vuestros cojones salerosos" o aquello de "ojos bonitos tienes".
Y claro, luego viene el lloro y el crujir de dientes, cuando Piticlín comienza a hacer cuentas y no le sale la subida de satisfacción ni por el forro y da orden a todos sus cortijos para que comiencen a impartir orden, disciplina y partes de instrucciones a diestro y siniestro, como si fueran ninjas lanzando shuriken, amenazando a propios y extraños con utilizar su arma ultrasecreta y definitiva, la deslocalización. Que dicho así hasta parece de verdad la obra de un científico loco -"Igor, encienda la deslocalización"- o de un supervillano de cómic -"con la deslocalización dominaré el mundo"-, pero que es todavía más malévola aún si cabe. Intentaré explicarlo para que se me entienda, aunque no es difícil: resulta que así, a grosso modo, un teleoperador sale al mes por unos 700 euros, chispa más o menos (cantidad miserable; acogida a convenio, sí, pero miserable se mire por donde se mire), pero como ahora resulta que la maravilla de la tecnología permite lanzar llamadas al otro lado del Atlántico -entiéndase Perú, Colombia o Chile, por poner tres ejemplos- con un coste igual o inferior al de una llamada local en la Península, cogemos el chiringuito y lo plantamos allí donde crece la palma, cuyos teleoperadores nos salen por 200 euros al mes; que luego resulta que ni les entendemos ni nos entienden, pero haciendo cuentas nos sale lo comido por lo servido. Eso es la deslocalización, lo que le permite que Piticlín (y el resto de empresas del sector) tenga a los trabajadores y a los sindicatos bien cogidos por sus partes y digan "si, bwana" cada vez que levantan un poco la voz.
La piedra de Rosetta al lado de esto es pan comido, oiga... |
Por suerte, gracias a los miserables 600 y pico de euros que gané mensualmente en Piticlín -no cobré ni una puñetera vez el plus de productividad, lo que, por cierto, me llena de orgullo y satisfacción, que diría el Borbón- y al esfuerzo al que me condujo más la frustración y la rabia de trabajar donde lo hacía que la disciplina y el estudio de años de universidad, ahora veo los toros desde la barrera, alejado por fin de aquellas largas horas de teleoperación que se hacían eternas, de descansos milimetrados al segundo -una vez me lleve una bronca por seis segundos de más en una gráfica-, de que sólo se acordaran de ti dos días antes de tener que hacer las encuestas para conseguir el Great Place to Work de los cojones, de una ansiedad generalizada producto de la certeza de saber que, más tarde o más temprano, todos aquellos con la capacidad técnica y la cobertura legal necesaria como para hacerte una escucha -el coordinador, el supervisor, el formador, el agente de calidad, el responsable de servicio, el jefe de departamento o el hijo del vecino del cuñado del chichi de la bernarda- decidieran pulsar tu tecla en su ordenador y se pongan a oír como le abres un parte de avería a un cliente que te pide por su santa madre y por los siete hijos que aún no ha tenido que le mandes a un técnico a cobro revertido, que pagará encantado la minuta si le solucionan el problema que lleva arrastrando desde el año de las olimpiadas de Barcelona, y tú coges y lo haces sin preguntarle siete veces los cuarenta nombres secretos de Yahvé -que seguro que a estas alturas, el pobre hombre, que igual hasta se llama Mariano, se ha aprendido de memoria si con eso consigue solucionar la papeleta-, lo que te supone, ipso facto, ser amonestado verbalmente, recibir un hermoso parte de instrucciones (con su correspondiente artículo tal y artículo cual que has quebrantado a cosa hecha, porque eres así de chulo, prenda), irte unos días a casita sin costes pagados o puede incluso que a la cola del INEM si resulta que el que te está escuchando quiere dar ejemplo moralizante ante el resto de sus compañeros y al tiempo que le da un codazo al del lado dice aquello de que eres la gota que colma el vaso de su santa paciencia.
Con una hoja de pausas como la que tienes aquí, Kafka habría tenido para seis o siete orgasmos seguidos. |
Iba a hacer una comparativa entre la empresa Piticlin y en la que trabajo, iba a despotricar para quedarme más a gusto que un marrano en un charco.... pero se me ocurre algo quizá mejor.
ResponderEliminarLo que nos cuenta Antonio seguro que es extrapolable a la gran mayoría de trabajos, por tanto repetirse sobre lo mismo pues como que no, de modo que se me ocurre una preguntilla que os lanzo a todos.
¿Alguno de ustedes, señores lectores de este blog, trabaja o desempeña su labor profesional (que aunque parezca lo mismo no lo es)en alguna empresa donde se respeten los derechos de los trabajadores, osea ustedes?
Vamos, no me tireis la moral por los suelos, que alguno responda de manera afirmativa.... ah, si eres jefe de tu propia empresa no vale, que nadie va a hablar mal de si mismo. ;)
Un saludin.
En la mía actual sí... Pero seguro que la mía no cuenta, ¿verdad?.... ;)
ResponderEliminarBueno, en la mía el miércoles pasado no fui a trabajar porque (perdonen la poca finura) me estaba cagando las patas abajo (un intento de envenenamiento de mi Santa Esposa...).
ResponderEliminarEse mismo día me fui al médico a pedir un justificante, y me lo dio. Pero cuando lo presenté al día siguiente en el curro y no era un parte de baja (¿un parte de baja por un puto día en el que me estoy cagando?) pues las simpáticas chavalas de RRHH me han dicho que tengo que recuperar el día cuando pueda. Las ocho horas sí.
Es más, como me puse un poco maleducado y les dije que eso era absurdo, su jefe llamó a mi jefa para decirle que tenía que recuperar las horas sí o sí.
Menos que mi jefa es humana y les dijo "claro que sí, no os preocupéis" y después, al colgar, me dijo "no hace falta que recuperes nada".
Lo que más me jode es que en seis años que llevo currando ahí el año que más veces he faltado al curro por temas de salud han sido dos días.
La diferencia entre la baja y un parte de enfermedad común es que la segunda la paga la empresa y la primera la Seguridad Social. Por tanto, está claro, Carlos, que se han pasado la enfermedad común por el arco del triunfo. Al menos, tu jefa directa demuestra ser más razonable, y eso es de alabar...
ResponderEliminarYa, ya, si entiendo la diferencia, pero me parece acojonante que sean tan ratas. Y sí, mi jefa al menos es una tía legal, pero estas cosas joden.
ResponderEliminar