Aprovechando la coyuntura pseudoturística de dos sevillanos en el Potro, hace unos días Tadevs, el Conde Jayán y el abajo firmante se reunieron en casa de este último para pasar una tarde friko-rolera navideña porque, como decían los de L´Oreal, nosotros lo valemos. Aunque maese Tadevs ha dejado ya sus impresiones sobre dicha "ida y vuelta" en su blog, La Cripta bajo el Torreón, al que remito a todo aquel al que pueda interesar (si es que hay alguien así ahí afuera), me gustaría contar una nueva batallita del abuelo Cebolleta, esta vez sobre las impresiones causadas por el juego Aventuras en la Marca del Este.
Al contrario que los demás jugadores allí presentes, he de reconocer que no recuerdo haber jugado nunca a la famosa caja roja de D&D: es cierto que yo tenía unas fotocopias de otras fotocopias, que las gasté de tanto leerlas, y tengo vagos recuerdos de alguna partida con mis hermanos y primos. Pero mi conocimiento sobre el clásico entre los clásicos se ciñe a un puñado de datos disperso, como el hecho de que, dentro del bestiario, el mayor bicho que uno se podía encontrar era el dragón dorado. Poco después llego a mis manos RuneQuest y no volví a tocar nunca jamás aquellas fotocopias (que, por cierto, no sé donde terminaron sus días: posiblemente en el cubo de la basura tras alguna limpieza de mi madre). Queda claro, por tanto, que siempre me he considerado mas hijo de Joc Internacional que de TSR, y que con ese bagaje encima me enfrenté aquella tarde a mi primera partida de un retroclon.
Tanto Tadevs como yo mismo disponíamos de una copia de la famosa caja de los chicos de la Marca: el primero tenía la edición de Holocubierta y yo la primera edición, compradas por motivos muy diversos. Tadevs, me consta, es fiel seguidor de la edición primitiva de D&D (incluso se trajo las reglas de Dalmau y de Borrás impresas y encuadernadas dentro de la caja de la Marca), y no podía menos que pillarse la caja de las Aventuras; por mi parte, tal y como siempre he dicho a todo aquel que me preguntara, compré el juego de Steinkel y compañía por una mezcla a partes iguales de frikismo y por apoyo al enorme trabajo que ha debido de suponer a los chicos de la Marca del Este llevar adelante ese proyecto, por sacar al mercado un juego que está claro que adoran y de contagiarnos a los demás ese amor. No se nunca si conseguiré jugar una partida con las reglas de ese juego (por desgracia, no suelo jugar con la asiduidad que me gustaría, y cuando lo hago utilizo sistemas de juego que ya conozco; igual las aventuras las convierto a otro sistema, nunca se sabe), pero creo que se merecían un espaldarazo de la afición, por haber tenido los cojones necesarios para tirar para delante.
Dicho lo cual, imagínense caballeros la escena: Tadevs en disposición de dirigirnos "La Torre Abandonada de la Ciénaga" sumido en los efluvios del vino del almuerzo, el Conde trasegando antibióticos por una pulmonía importada de la Valonia y un servidor que no bebe, pero al que solo le hacía faltan que se dieran palmas para que sumara a la danza (y se dieron muchas, doy fe). Todo ello regado por la sobrenatural exaltación de la personalidad en los tres caballeros, natural cuando tres amigos se ven por primera vez desde hace meses delante de una mesa de juego. El resultado lo pueden imaginar: esquinas en paredes curvas, trampas que hacen daño sin saber el por qué (aunque luego, más tranquilamente, leí que era una aguja envenenada), enemigos ocultos en la niebla de guerra de una habitación, kobolds durmiendo plácidamente mientras a tres metros los aventureros derribaban puertas y paredes, contenidos de cofres descritos con más minuciosidad que salas enteras, habitaciones de "aproximadamente" 21x18 metros, etc. El tiempo impidió que termináramos la aventura y nuestro natural desconocimiento de la "old school" (aunque Tadevs intentaba reconducirnos, he de admitirlo) nos llevaba a inventarnos en cada momento las reglas a nuestro antojo, pero creo que hacía mucho tiempo que no me reía tan a gusto en una partida de rol. Quizás la idea de que estuviéramos ante un sistema de juego que yo mismo considero "inocente" e incluso "arcaico" ayudó a la idea de jugar por jugar, de no importar mucho el nombre del dios de mi clérigo (finalmente lo llamé "Grimor", para poder decirles a los demás "pecadores de la pradera"), de olvidarme de hacer tiradas de dados, de gastar el único conjuro que conocía mi PJ a las primeras de cambio, de pasar, en resumen, de las reglas. Es cierto que la partida degeneró muchísimo, pero al mismo nivel que aumentaba nuestra diversión.
Hoy mismo Erekíbeon del blog Padre, Marido y Friki, y Velasco, de Tranquilos... son minions, han traducido "Un Breve Manual para los Juegos de la Vieja Escuela", una guía para disfrutar decentemente de los retroclones. Quizás no hubiera estado mal del todo que le hubiéramos pegado un buen repaso antes de comenzar la partida (si hubiera estado traducida, claro), pero creo que el resultado hubiera sido prácticamente el mismo: el de tres carrozas que se ponen a jugar a las canicas. Sus dedos han perdido ya el tacto, sus espaldas están curvadas de preocupaciones y sus cabezas llenas de normas y leyes, pero recuperan viejos sentimientos.
Ojalá alguien, algún día, se me acerque y me diga que no se acordaba de las reglas de Aquelarre, que se tuvo que preparar una partida rápido y corriendo, que cuestionaba una y otra vez la aventura (para lo bueno y para lo malo), pero que se lo pasó de miedo con sus amigos. Porque ya se exactamente lo que se siente.
Al contrario que los demás jugadores allí presentes, he de reconocer que no recuerdo haber jugado nunca a la famosa caja roja de D&D: es cierto que yo tenía unas fotocopias de otras fotocopias, que las gasté de tanto leerlas, y tengo vagos recuerdos de alguna partida con mis hermanos y primos. Pero mi conocimiento sobre el clásico entre los clásicos se ciñe a un puñado de datos disperso, como el hecho de que, dentro del bestiario, el mayor bicho que uno se podía encontrar era el dragón dorado. Poco después llego a mis manos RuneQuest y no volví a tocar nunca jamás aquellas fotocopias (que, por cierto, no sé donde terminaron sus días: posiblemente en el cubo de la basura tras alguna limpieza de mi madre). Queda claro, por tanto, que siempre me he considerado mas hijo de Joc Internacional que de TSR, y que con ese bagaje encima me enfrenté aquella tarde a mi primera partida de un retroclon.
Tanto Tadevs como yo mismo disponíamos de una copia de la famosa caja de los chicos de la Marca: el primero tenía la edición de Holocubierta y yo la primera edición, compradas por motivos muy diversos. Tadevs, me consta, es fiel seguidor de la edición primitiva de D&D (incluso se trajo las reglas de Dalmau y de Borrás impresas y encuadernadas dentro de la caja de la Marca), y no podía menos que pillarse la caja de las Aventuras; por mi parte, tal y como siempre he dicho a todo aquel que me preguntara, compré el juego de Steinkel y compañía por una mezcla a partes iguales de frikismo y por apoyo al enorme trabajo que ha debido de suponer a los chicos de la Marca del Este llevar adelante ese proyecto, por sacar al mercado un juego que está claro que adoran y de contagiarnos a los demás ese amor. No se nunca si conseguiré jugar una partida con las reglas de ese juego (por desgracia, no suelo jugar con la asiduidad que me gustaría, y cuando lo hago utilizo sistemas de juego que ya conozco; igual las aventuras las convierto a otro sistema, nunca se sabe), pero creo que se merecían un espaldarazo de la afición, por haber tenido los cojones necesarios para tirar para delante.
Dicho lo cual, imagínense caballeros la escena: Tadevs en disposición de dirigirnos "La Torre Abandonada de la Ciénaga" sumido en los efluvios del vino del almuerzo, el Conde trasegando antibióticos por una pulmonía importada de la Valonia y un servidor que no bebe, pero al que solo le hacía faltan que se dieran palmas para que sumara a la danza (y se dieron muchas, doy fe). Todo ello regado por la sobrenatural exaltación de la personalidad en los tres caballeros, natural cuando tres amigos se ven por primera vez desde hace meses delante de una mesa de juego. El resultado lo pueden imaginar: esquinas en paredes curvas, trampas que hacen daño sin saber el por qué (aunque luego, más tranquilamente, leí que era una aguja envenenada), enemigos ocultos en la niebla de guerra de una habitación, kobolds durmiendo plácidamente mientras a tres metros los aventureros derribaban puertas y paredes, contenidos de cofres descritos con más minuciosidad que salas enteras, habitaciones de "aproximadamente" 21x18 metros, etc. El tiempo impidió que termináramos la aventura y nuestro natural desconocimiento de la "old school" (aunque Tadevs intentaba reconducirnos, he de admitirlo) nos llevaba a inventarnos en cada momento las reglas a nuestro antojo, pero creo que hacía mucho tiempo que no me reía tan a gusto en una partida de rol. Quizás la idea de que estuviéramos ante un sistema de juego que yo mismo considero "inocente" e incluso "arcaico" ayudó a la idea de jugar por jugar, de no importar mucho el nombre del dios de mi clérigo (finalmente lo llamé "Grimor", para poder decirles a los demás "pecadores de la pradera"), de olvidarme de hacer tiradas de dados, de gastar el único conjuro que conocía mi PJ a las primeras de cambio, de pasar, en resumen, de las reglas. Es cierto que la partida degeneró muchísimo, pero al mismo nivel que aumentaba nuestra diversión.
Tres aventureros en la Marca del Este |
Ojalá alguien, algún día, se me acerque y me diga que no se acordaba de las reglas de Aquelarre, que se tuvo que preparar una partida rápido y corriendo, que cuestionaba una y otra vez la aventura (para lo bueno y para lo malo), pero que se lo pasó de miedo con sus amigos. Porque ya se exactamente lo que se siente.